Nuestros apetitos dictan la dirección de nuestras vidas; ya sean los anhelos de nuestro estómago, el deseo apasionado por las posesiones o el poder, o nuestro amor espiritual por Dios. Pero para el cristiano, el hambre por otra cosa que no sea Dios puede ser un archienemigo, mientras que nuestra hambre de Dios, y sólo de Él, es lo único que nos proporciona la victoria
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